A veces pienso que si la vida fuese como en una película, todo sería más fácil. O quizá estoy equivocada y fuese igual de difícil, sobre todo cuando pienso en que no todas terminan como esas comedias románticas hollywoodienses protagonizadas por Cameron Díaz o Jennifer Aniston y que pasan por la tele de forma no tan desapercibida como pueda parecer, sobre todo cuando es una tarde de fin de semana lluviosa y gris en la que lo único que apetece es tomarse una taza de algo caliente y reírse un rato para olvidar los problemas que se sucedieron a lo largo de la semana, al tiempo que de fondo se escucha el sonido del viento y de la lluvia cayendo y que acompañan en esa velada de relajación y quizás reflexión con uno mismo.
Pero luego están todas esas otras películas que no terminan con un final feliz, todas aquellas que te dejan una sensación agridulce en todo el cuerpo, un vacío inicial que solo puede llenar la tristeza del final. Películas que están hechas para la reflexión de todo lo ocurrido en la semana, de lo que ha hecho la humanidad desde que existe o simplemente para un desahogo a base de lágrimas y liberarnos por dentro de todo aquello que nos ocurre, haciéndonos reflexionar sobre todo lo positivo que tenemos, y que todo lo negativo que llevamos con nosotros mismos, a veces no es tan negativo. Ver el lado positivo de la vida, o eso es lo que creo que quiero decir, al fin y al cabo puedo afirmar que realmente no sé lo que quería escribir en el post cuando puse la primera palabra.
La otra opción es que si la vida fuese como en los clásicos de Disney sería muy aburrida, ¿no? Al fin y al cabo ya se sabe desde un inicio que aunque los protagonistas se enfrentan a un montón de vicisitudes a lo largo de la hora y media que duran las películas, siempre tendrán un final feliz.